Todos los paisajes, el paisaje
Acerca de la estética de Gustavo Frittegotto
Por Martín Virgili
No estaría mal decir que la primera cultura, de la que luego se desplegarían todas las demás, sea la cultura de la tierra. La agricultura, la cultura de los campos, ubica de lleno a lo humano en lo real, en los ciclos, en lo que hay, en lo que podemos. La partida de nacimiento de la palabra cultura tiene algo de quien cultiva, precisamente, ese suelo. Pero además el culto de que ese cultivo crezca, se vuelva alimento, luego cosecha y, con ella, vida.
También no estaría mal decir que ese estado elemental de la cultura y de la tierra se haya agotado y retirado de nuestras sociedades contemporáneas, todas ellas, en general, insaciables de deseos, de ansiedades, de individualidades, de desenfrenos, de exacciones, de guerras, de maltrato a todo lo que está vivo, movilizadas por los bienes y el crecimiento perpetuo, indolentes al cuidado de las aguas, de los cielos, del alimento, alienadas en su propio beneficio, ciegas de poder, superficiales, vaciadas, sordas. Con un minuto que nos tomemos en hojear cualquier diario sería suficiente para que nos demos cuenta que nos hemos alejado de la cultura, en el sentido más estricto de la palabra.
Y finalmente no estaría mal decir que hay excepciones, que si acercamos la mirada y discriminamos el homogéneo estado actual de la cultura contemporánea, encontraremos hiatos, irrupciones, saltos, singularidades, pequeñísimas islas de afectos, de sentido, de generosidad, de atención, de cuidado, de reconocimiento y retorno a lo real, de amistad, de hospitalidad, de escucha al otro. En el seno de esas excepciones e inmerso en los inconmensurables cuadrantes del paisaje de los llanos, encontramos, así, el quehacer de Gustavo Frittegotto, un fotógrafo que decidió instalarse con todo lo que es, en los orígenes de esa cultura en carne viva que trae la tierra, los cielos y los pájaros.
Para comprender un poco ese (su) habitar, es importante aclarar que para él el campo no es paisaje. El campo es el paisaje atormentado por la industria, por el beneficio. El paisaje, la marca originaria del cosmos en el suelo, en el cielo y en lo vivo, es otra cosa. Pero también, piensa, que el paisaje admite las marcas orgánicas y sensibles del devenir afectivo, de las formas que va dejando una comunidad en la tierra. Así, el paisaje de la llanura, verifica, sufrió una intervención inicial, una intervención blanda si se quiere, organizada al ritmo de los trenes y sus tiempos. Cada jalón de vía fue punteando el horizonte liso con cada estación-pueblo, conformado un tejido colonial de costumbre y trabajo. Todo eso es paisaje. El horizonte y la marca. Ese colono y sus circunstancias.
Ahora el campo, el campo de la soja y de la ultraproducción y aniquilación de los suelos, es todo lo contrario del paisaje. Desconoce sus derechos adquiridos y sin titubear borra con la máquina un territorio económico, ecológico y humano. Ese paisaje rectificado, ese suelo mortificado, el campo, fulminó a su vez el “estar” de esos pobladores iniciales. Para Gustavo uno “es”, “está” en el paisaje. En esa forma particular de estar, no hay proyectos, no hay productos, no hay tareas, no hay agendas. Lo mismo que el hornero en la llanura, que no trabaja, es.
Cuando uno “está” en el paisaje, básicamente asiste a un estado de relación con todos y con el Todo, pero sin hacer nada. Para “estar” hay que estar en el paisaje. O más bien, ser-paisajes. “¿Sabés quién tiene eso acá? —me dice conclusivo— el negro, el criollo nuestro digamos, al que también llamamos “vago”. Ese hijo, esa hija del paisaje conoce las formas del estar: simple movimiento del ser y ya.
Pero “estar” no es fácil, implica el esfuerzo de doblegar una sensibilidad mal heredada. Implica correrse, aburrirse, agobiarse. Para saber “estar” primero hay que saber “borrar”. Ese trabajo lleva tiempo, más o menos, el de Gustavo en la llanura, el suficiente para volver a ver y escuchar, las diversas formas de la nada.
Por eso, el semblante activo de su producción se compone de ese estar, de ese tiempo al ras del suelo, de ese cielo que se esconde detrás del cielo. Sus fotos portan la luz interceptada por las muchas variaciones del viento, del polvo y de las nubes: filtros dinámicos que suavizan o no la imagen y que para dominarlos es necesaria una técnica que sólo el territorio enseña. También, la paciencia. Las imágenes que atrapa Gustavo Frittegotto se presentan en un ahora preciso y esquivo como el movimiento de un zorro entre los pastos. Hace falta caminar, parar, mirar, seguir caminando, esperar. Y sigo: esas tomas son la reducción digitalizada de un acontecimiento al filo de lo inmanente de la tierra y lo trascendente del tiempo en el que ocurren. Esa es la inestabilidad metafísica que acechan sus imágenes, como si quisiera reactualizar lo sublime con esos cielos. Pero lo sublime arrinconado por la modestia, por lo poco, por el coraje que hay detrás de cada vuelta a la casa en bicicleta, con lluvia y cansancio dándote en la cara.
Quizás, sólo así, sea posible aprender esa fuerza descarnada, y vana, del horizonte ignoto del paisaje.
Bariloche, noviembre, 2019