En aquella ocasión, la temperatura estival se había tornado sofocante y, hacia la tarde, todos los chicos -las niñas y los varones – decidimos salir a dar un paseo por el campo. A poca distancia de la casa -habríamos recorrido apenas medio kilómetro cuando nos dimos cuenta de que el cielo se estaba oscureciendo. Esta oscuridad avanzaba desde el sudoeste, cubriendo el firmamento con tal rapidez que nos alarmamos y emprendimos el regreso a toda carrera. La formidable tiniebla color pizarra, acompañada de nubes amarillas de polvo, se nos adelantó y antes de que cruzáramos la tranquera, los chillidos aterrorizados de los pájaros llegaron a nuestros oídos. Al volver la vista atrás, vimos muchísimas gaviotas y chorlos volando enloquecidos, tratando de escapar de la tormenta que se avecindaba. Un enjambre de alguaciles de gran tamaño paso como una nube sobre nuestras cabezas. Segundos después había desaparecido. En el momento preciso en que llegábamos al portón de entrada, cayeron las primeras gotas, pesadas y barrosas. Apenas habíamos conseguido refugiamos en la casa cuando se desató la tormenta en toda su furia. Afuera estaba oscuro como si hubiera anochecido; la conjunción de truenos y viento nos aturdía; los relámpagos eran enceguecedores y la lluvia caía a raudales. Luego empezó a aclarar lentamente.
Guillermo Enrique Hudson