El polvo imprime la huella de la tierra en aquello que observamos. El paisaje que nos ha formado no desaparece cuando le damos la espalda: persiste en cada resto de tierra y, en cuanto se repara en él, vuelve a destellar en el horizonte. Para capturar ese paisaje, el fotógrafo no podría borrar el polvo que constituye su rastro. No podría aislar la película recién revelada de esas imperfecciones, retocar los puntos que aparecen en las copia, sin perder lo más importante. Esa partícula de tierra depositada en el negativo, adherida en el lavado, no es una excrecencia ni un accidente, sino un elemento que define su imagen, que la extrae de la serie de imágenes en circulación e inscribe, a través de su mínima interferencia, su sentido más precioso.
Osvaldo Agruirre, 2008