Mirar la tierra, explorarla rastreando raíces,
las propias, las que den sentido
a lo que somos
cuando nos nombramos personas,
corazón y cerebro,
emoción, ansia, historia y porvenir.
Descubrir que en otro tiempo,
en esta misma tierra, otras gentes
sembrando ilusiones
y que un invierno demasiado largo
seco tierra, gente e ilusiones.
Tomar conciencia
con las cenizas en las manos,
de que las escasas certidumbres ancestrales
han sido víctimas propiciatorias
inmoladas en ofrendas a Dioses extraños.
Y que aún el fuego arde y destruye.
Es difícil discernir dónde termina el paisaje
y comienza el hombre,
cuando el mismo sol, el mismo viento
y la misma lluvia lo moldean
y luego los deshacen escurriendo su esencia
por los cañadones del tiempo,
hasta fundirlos es uno.
Pero queda la memoria de plata
casi tan esfumada como el mismo suelo.
Casi. No lo suficiente
como para que el abandono funde el olvido.
No lo suficiente como para que no se perciba
en el silencio de las imágenes
el estertor de una identidad
que se bate contra la indiferencia.
No lo suficiente como para no advertir
que es un muelle firme donde amarrar
la incierta nave del futuro.
Alberto Monge, junio de 1997
Fotografía toma directa, gelatinobromuro de plata, sobre papel baritado, virado al sulfuro y selenio. Medidas variables.